La morada de los dioses, la puerta de los dioses y de la historia, la señal de lo sagrado o puerta de los cielos, eran denominaciones que identificaban a las ciudades adormecidas en sus ruinas como símbolos de su velada sacralidad. Representadas bajo diferentes formas, siempre alimentaron ambiciones simbólicas que las aproximaban a las visiones ideales que las describían como novia engalanada para su esposo. Así aparecía identificada en el Apocalipsis la ciudad de Jerusalén, modelo al que todas volvían sus ojos como urbe dotada de una sacralidad excepcional por ser escenario de la vida de Cristo. De la misma manera que aquellas tierras fueron testigo de los episodios más queridos al cristianismo, su concepción simbólica, ya anticipada en los textos bíblicos, procedía de su condición de ciudad escogida para ser mítico habitáculo de la divinidad en la que tuvo su casa. Esa condición prevalecerá a lo largo de la historia como arquetipo y modelo de civitas coelestis tanto en sus formas urbanísticas como en sus referencias simbólicas. Concepto de ciudad sagrada invocado por los historiadores antiguos para reclamar la supremacía de ciertas urbes y para significar su altísima elección como locus sacer o lugar sagrado.

     Pero las excepcionales circunstancias que rodearon la historia de Caravaca desde 1232, crearon una imagen urbana sometida a la presencia potente y dominadora de la alcazaba bajo la que se recuesta en espera de la mística protección de la cruz. La elevación del terreno sobre el que se alza esa acrópolis rodeada de los muros sagrados del temenos es lo primero que ve el viajero al aproximarse a la ciudad. El Clivus Sacer, es decir, la montaña sagrada, alcanza su verdadero protagonismo al estar dotado de la doble condición de alcazaba y santuario como destinatario de una doble dirección de la mirada, la que desde el interior se dirige a los confines de un territorio, desde cuya altura domina, y la que se dirige a él al reconocerle como elegido custodio de la venerada reliquia.

     Las formas monumentales de la arquitectura militar se acompasan a las necesidades impuestas por el santuario y por su función de elemento dominador del territorio valorando la sacralidad de la imagen y la poética referencia a su origen. La astilla, tan milagrosamente traída por los aires, venía a desempeñar la función originaria de defensa y escudo en un nuevo emplazamiento que sirvió de frontera y le dotó, por ello, de la condición de lugar inviolable ante el que huían las partes adversae.

     Este argumento fue primero evocado por una exposición y ahora lo es por medio de un libro que, bajo el título de La mirada que habla, pretende sugerir la posibilidad de comunicación que tiene la obra de arte para transmitir los contenidos simbólicos y formales del lenguaje visual y depositarlo en las páginas de la historia. Por eso, la equivalencia existente entre La ciudad en lo alto y este texto es similar a la establecida entre escritura e imagen como expresiones artísticas diferenciadas, aunque encauzadas a dar cabida a experiencias artísticas similares. Las tres secciones de aquella muestra –La morada de los dioses, Cruz in Arce posita y Sub umbra Crucis– introducen y ponen en escena una síntesis de la historia que no pretende más que hacer dialogar al espectador con los objetos presentados y que esta modalidad poética le sirva de íntima experiencia en la comprensión de un tiempo ya lejano que La ciudad en lo alto quiso proponer y hoy recuerda, avivando la memoria este texto de La mirada que habla.



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