Otros criterios expositivos cobraban vida al contacto con estos acontecimientos. Consolidado el reino y una diócesis cuya extensión territorial originaria le superaba, la historia abría sus puertas a iniciativas artísticas nacidas de la seguridad del espacio y de la necesidad de contar con edificios que simbolizaran sus propias señas de identidad. Al rango episcopal alcanzado por la capital del reino desde 1291, se sumaba la existencia anterior de una catedral convertida en iglesia matriz del obispado. Y una catedral era algo más que un edificio del mayor rango monumental en una ciudad, ya que los muros de su fábrica mostraban la importancia de su dignidad constructiva y la posibilidad alcanzada de convertirse en depositaria de la memoria colectiva.

     En el solar de la vieja mezquita se levantó la seo que actualmente conocemos, en fases que retrasaron su construcción hasta finales del siglo XV. Sea cual fuere la historia de la misma, el edificio adoptó las funciones propias de su condición sagrada como cátedra de los obispos a los que correspondieron las primeras gestiones de mecenazgo. A la tesorería episcopal sucedió el gobierno capitular, compaginando las funciones jerárquicas admitidas desde su origen con las que el nuevo gobierno capitular imponía, al asumir un patrono distinto las responsabilidades de su nueva gestión, entre las que se encontraban la dirección de los encargos artísticos, ahora dependientes de la fábrica capitular, y la adaptación del edificio como iglesia de clérigos. En los albores del Renacimiento esta situación se consolidaría.

     Todo este proceso habría de concluir en el progresivo afianzamiento de la Catedral sobre su entorno y en la forma con que abrió sus puertas a todas las clases sociales de la ciudad. De aljama se transformó en cathedra episcopalis, posteriormente en iglesia de clérigos y, por fin, en el eje aglutinador de una civitas sancta o ciudad episcopal. No puede entenderse de otra forma el interés de los obispos por contar en sus proximidades con su propia residencia o con la de aquéllos que habrían de ser destinados al culto divino, dando a aquel sector de la ciudad el perfil levítico que corresponde a la función de los seminarios y colegios cercanos.

     Todo este panorama histórico y simbólico quedaba claramente expuesto en Huellas como testimonio de una historia pasada, vinculada a un edificio tan singular y a la ciudad que le vio nacer. Desde la sacristía, el visitante podía acceder a los espacios catedralicios en los que la presencia de los obispos constituía su primera etapa. D. Pablo de Santamaría, un rabino convertido al cristianismo, se consideraba a sí mismo, en razón de su origen, descendiente de la Virgen María, a quien llamaba parienta mía; Bernardino de Carvajal, el cardenal de Cartagena, fue el mayor enemigo de Julio II, quien le excomulgó. La historia del arte le debe haber negociado con Bramante la construcción de San Pietro in Montorio en nombre de los Reyes Católicos. Rodrigo de Borja, el papa Alejandro VI, fue otro de los venerables prelados de finales del siglo XV, todos antecesores del gran Mateo Lang, el prelado constructor de la torre de la catedral de Murcia desde la solitaria y escarpada altura de su castillo de Salzburgo.

     El gran enemigo del Lutero, el héroe de la fidelidad católica de Austria, alcanzaba la mitra cartaginense por sus brillantes gestiones religiosas y militares, componiendo con los anteriores el primer gran cuadro de personajes ilustres que en el pasado gobernaron la importante diócesis de Cartagena.

     Un mismo sector de la exposición separaba la doble realidad vivida por el siglo XVI. La primera parte de aquella centuria, gobernada por grandes prelados que compaginaban sus deberes pastorales con gestiones diplomáticas y militares, vivió años de incertidumbre en el seno de la Iglesia hasta que el concilio de Trento puso fin a una dolorosa situación que había roto la unidad religiosa de Europa. En la exposición, un mismo panel separaba aquellos dos mundos; en uno de sus lados se exhibía la armadura del obispo Mateo Lang –símbolo de su gloria civil alcanzada con el emperador Maximiliano–, y en el otro, el San Francisco de Borja de Nicolás de Bussy, no era sino la respuesta a la nueva mentalidad surgida de la Contrarreforma. El desprecio de las glorias mundanas que muestra el expresivo y conmovedor rostro del santo, llegado a Murcia de la mano del obispo Esteban de Almeida para fundar los jesuitas de San Esteban, marcaba el nuevo rumbo emprendido.

     Esta forma de interpretar el episcopado cartaginense a través de las obras de arte continuaba en los espacios renovados de la girola, gracias a un montaje que permitía efectuar estas transiciones. Los obispos y sus acciones, las obras de arte que legaron, las iniciativas que promovieron, sus mecenazgos y reformas daban paso a las acciones capitulares, es decir, a las iniciativas de los canónigos, justamente en unos lugares que sufrieron grandes y profundas transformaciones, merced a las iniciativas emprendidas cuando asumieron de verdad la responsabilidad de los trabajos artísticos. Cualquiera que recorriera la girola catedralicia, sutilmente dejada a la contemplación por un extraordinario montaje que valoraba todas las posibilidades visuales del edificio y sus diferentes perspectivas, comprendería que, justamente, los objetos relacionados con las acciones de los canónigos se iniciaban allí donde las claves mostraban los escudos capitulares, tallados en los momentos en que el templo necesitó grandes reformas para aguantar el peso de la torre. Los cuadros de Hernando de Llanos –Adoración de los Pastores, Desposorios de la Virgen– la Virgen de la Leche de Salzillo, el Breviarium Carthaginense, único ejemplar conservado en el mundo que vino desde Italia, los marfiles, los proyectos de la torre, etc., ocupaban parte de estos recorridos en el contexto de una secuencia calculada para mostrar los distintos componentes temáticos de una catedral y la forma en que sus espacios fueron puestos al servicio de intereses diversos.

     Son los muros de una catedral historia viva, recogen los blasones de sus clases sociales más eminentes, ofrecen morada eterna a quienes levantan capillas familiares o brindan la posibilidad de acoger cofradías. Los escudos de la ciudad, con cinco y seis coronas aún, están grabados en sus claves. Es la memoria de la ciudad la que se rescata recorriendo sus naves, entrando en sus capillas, oyendo sus campanas. Al hablar del privilegio de la mirada en otras páginas de este libro, no era sólo el puro deleite visual lo que se potenciaba sino la forma con que esas miradas podían escrutar el pasado, prendido de las piedras de una catedral y comprender sus significados.

     Entre los grandes acontecimientos previstos en la exposición no podían ser olvidados los que se referían al desarrollo de la cultura en el marco de esa historia. Los libros y las bibliotecas constituyen un fondo importante de investigación como consecuencia de ser estos ejemplares los que muestran, junto a los documentos, los progresos de la cultura, el afianzamiento de las mentalidades y los intereses científicos o literarios de cada momento.

     En la exposición Huellas, un importante capítulo resaltaba la importancia del conocimiento a través de la biblioteca episcopal, uno de los conjuntos más sobresalientes de los conservados en la actualidad. Seleccionados únicamente los que correspondían al siglo XVI, mostraban las inquietudes culturales, religiosas y científicas, de progresos del conocimiento o de simple curiosidad de los grandes prelados del Renacimiento. Junto a las Biblias y libros piadosos, cuya existencia parece lógica por la entidad religiosa de sus propietarios, cualquier tema de actualidad despertó el interés de los obispos, abiertos a todas las corrientes culturales contemporáneas, desde las que exponía el obispo Carranza, siempre en el límite de la ortodoxia, a las bellas traducciones del Platón realizadas por Marsilio Ficino.

     No deja de sorprender que los prelados se interesaran por los contenidos de las biografías artísticas redactadas por Giorgio Vasari o que se dejaran tentar por los nuevos planteamientos modulares que el cánon proporcional de Alberto Durero planteaba. Las obras de estos dos grandes tratadistas se encontraban entre los libros que suscitaron el interés de los obispos, demostrando que se sentían fascinados por los ecos de la cultura visual y artística del Renacimiento. Ambos libros fueron aportaciones decisivas en la historiografía europea del siglo XVI por razones distintas. La obra de Vasari porque, con el género biográfico, iniciaba una teoría artística nueva en la que se resumían los ideales de belleza de su época, los conocimientos básicos de una incipiente historia del arte y sus propias reflexiones sobre la naturaleza de las artes. Al texto en que contaba la vida de cada personaje añadió en la edición presente –precisamente la más valiosa por su rareza, la de 1568– el retrato del artista, uniendo de esta forma efigie y laudatio dentro del más puro de los estilos retóricos que consagraron tratadistas posteriores.

     Alberto Durero había escrito un tratado sobre la Simetría del Cuerpo Humano rectificando el sistema de proporciones tradicional. Traducido en Venecia a finales del siglo XVI –1591–, fue conocido en versión italiana por los artistas que consideraban sus indicaciones las más adecuadas para reproducir con exactitud la variedad de tipos encontrados en la Naturaleza. Las láminas que ilustran el libro compendian el pensamiento del pintor alemán y convierten su obra en una de las más notorias de toda la cultura visual del Renacimiento.

     La historia rescatada podía ser admirada en una exposición como Huellas que había nacido también para ser el templo de la memoria.

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