El reino de Murcia nunca olvidó la figura de Felipe V, el monarca al que siguió fielmente desde los primeros instantes de la Guerra de Sucesión. Si esta idea justificaba la presencia del retrato real ocupando un lugar de honor entre los personajes que hicieron posible la consolidación del Siglo de Oro murciano, la realidad histórica que ilustraba la fidelidad mostrada por el reino de Murcia a la causa legitimista de Felipe de Anjou y la honrosa distinción de que se hizo acreedora su capital añadiendo un nuevo motivo de gloria a su blasón, exigían la presencia de un retrato preciso que aclarara los vínculos que la historia tejió entre ambos.

     Al morir sin descendencia Carlos II, el último de los Hausburgo españoles, Luis XIV hizo valer los derechos sucesorios que invalidaban su antigua renuncia a futuros y previsibles derechos dinásticos derivados de su matrimonio con la infanta María Teresa, pues el rey Felipe IV no depositó en su día la cantidad pactada para ello en las capitulaciones matrimoniales. Ahora, en 1700, la reivindicación favorecía a su nieto elegido rey de España con el nombre de Felipe V. Y para asentarse en el trono el joven rey, amparado por parte de la nobleza castellana, habría de embarcarse en la incierta aventura de una guerra que marcó los primeros años de su reinado.

     Próximo a partir para España, Felipe de Anjou hizo saber a su abuelo el deseo de llevar consigo un retrato que le acompañara en su nueva vida española, llena de incógnitas y recelos. A Jacinto Rigaud, el retratista oficial de la corte de Versalles, se le encargó la pintura –hoy en el Museo del Louvre– que habría de acompañarle, trazando aquél un exaltado panegírico de los ideales del absolutismo monárquico. El rey, en pie, quedaba a medio camino entre la veneración debida a su poder absoluto y la admiración sentida por conservar ciertas prerrogativas propias de los gobernantes de la Antigüedad. Los signos de su poder efectivo eran el manto de armiño, el trono, el cetro y la corona, elementos que sirvieron al pintor para condensar no sólo las ideas políticas que Francia representaba sino las condiciones imprescindibles que habían definido el retrato de ostentación y aparato.

     Cuando Rigaud tuvo que pintar el del nuevo monarca español –del que hizo varias versiones, una de ellas, la de esta exposición– desaparecieron los grandes motivos escenográficos, los símbolos reales, los cortinajes que ennoblecían los ambientes, los elementos arquitectónicos y toda referencia al lujoso entorno palatino creado para la vida del Rey Sol. La mentalidad francesa, que sólo había conocido la sobriedad de los retratos en los pinceles de Philippe de Champaigne, se desprendió de la aparatosa construcción de su modelo habitual para buscar una proximidad, siquiera forzada, a la sobria y limitada paleta cromática del retrato velazqueño, en el que se veía la esencia del retrato español.

     Sobre un fondo neutro el joven rey aparece vestido a la usanza española, siguiendo el consejo dado por la sagacidad política de su abuelo y porque, así presentado, trazaba un punto de unión con la dinastía desaparecida, de la que incorporaba, ya fuera de tiempo, las formas externas de vida y vestido, a fin de mostrarse bajo un aspecto muy familiar a sus nuevos súbditos. Era una forma de legitimar sus aspiraciones frente al otro pretendiente. El vestido negro, el blanco cuello y el toisón de oro, eran los signos de su nueva identidad y esa forma de aparecer y de condicionar el significado de su imagen tuvieron mucho que ver con el destino de una guerra que le habría de consolidar en el trono.

     El pintor, sin embargo, no pudo olvidar su origen francés ni las fórmulas convencionales de representación que la figura real exigía. La espontaneidad y franqueza de los retratos velazqueños, en los que la figura aislada conmovía con su sola presencia, están muy lejos de alcanzarse en este cuadro. El rey, pese al disfraz hispánico con que se viste, luce peluca de ensortijados cabellos y mira altivamente con sus rasgados ojos. Las distinciones prendidas de su traje aclaran el complicado lenguaje de este cuadro: su destino, España; su origen, Versalles y sus causas, una guerra para alcanzar el trono.

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