Anónimo. Arqueta de Isabel Clara Eugenia. Siglo XVI. Patrimonio Nacional. Palacio Real. Madrid
Anónimo. Arqueta de Isabel Clara Eugenia. Siglo XVI. Patrimonio Nacional. Palacio Real. Madrid
Fundación Cajamurcia

     Siempre fueron las reliquias objeto de culto y veneración favorecidos por la Iglesia en su deseo de convertirlas en instrumento memorial que recordara la vida de sus propios santos. Hubo reliquias venerables en toda la cristiandad cuya presencia quedaba asociaba a una directa intervención divina y otras en las que la credulidad general aceptaba su origen sagrado o sobrenatural. En general, la mayoría de los templos cristianos poseían mágicos objetos vinculados a algún santo local, expuestos a la veneración pública, lo que motivó intensas actividades artísticas o fuertes movimientos culturales de rango internacional nacidos para adorar aquellos ilustres despojos. La reliquia era asimismo un talismán que protegía a los hombres de las calamidades naturales, uniendo a su función primigenia la de conjurar los peligros que amenazaban su existencia. Tales funciones provocaron una creciente demanda y la aparición de pretendidos e insólitos recuerdos que fueron a enriquecer los vistosos relicarios construidos al efecto. La Cámara Santa de Oviedo, las grandes basílicas de la cristiandad levantadas para conmemorar el lugar de paso del propio Cristo o de sepultura de sus discípulos, constituyeron siempre puntos de referencia del peregrinaje internacional, que en Jerusalén, Roma o Compostela encontró a alguno de sus más brillantes ejemplos.

     Pero la credulidad general también cayó en su propia trampa. Había reliquias cuya autenticidad era dudosa, su pretendido origen discutible y su entidad grotesca. La catedral de Murcia fue famosa, entre otras cosas, por conservar un pelo de la barba de Cristo y un relicario muy especial, expuesto en la exposición Huellas, que contenía la leche de los virginales pechos de María, licuados, como la sangre de San Genaro o San Pantaleón, cada año en la festividad de la Asunción.

     La abundancia de las reliquias pronto necesitó un texto regulador que justificara su difusión puesta en tela de juicio por la crítica luterana que ridiculizaba la credulidad católica ante objetos que movían a la risa y no a la piedad. Por eso, Sancho Dávila, que fue obispo de Cartagena hasta 1600, escribió un famoso tratado con el que pretendía zanjar la cuestión buscando la autoridad del mundo clásico y bíblico como fundamentación teórica a su afición de coleccionista, afán compartido con el rey Felipe II, el mayor coleccionador de reliquias de toda Europa.

     Es lógico pensar que la difusión del culto a las reliquias y su creciente demanda dieran lugar a preciosos joyeles para custodiarlas y periódicamente exhibirlas. Pequeños ostensorios, retablitos dispuestos con recipientes para alojarlas, arcas, reproducciones de grandes edificios de la cristiandad o cristalinas columnas de reducidas dimensiones, dieron lugar a tipologías artísticas precisas asociadas siempre a una gran suntuosidad, dado el alto valor simbólico y ritual que se concedía a objetos siempre acompañados de unas auténticas o certificados de autenticidad que se expedían como garantía.

     Poseer una reliquia insigne, a menudo un cráneo, una canilla o uno de los huesos principales del cuerpo del santo, constituía un motivo de orgullo para su poseedor, que se envanecía de una propiedad adquirida para su piedad personal o para enriquecer una colección, a veces, tan fantástica como la que se recordaba en las cámaras de las maravillas. El afán coleccionista dio lugar a verdaderos gabinetes, a capillas diseñadas para servir de destino final a tan venerable conjunto, la cual respondía también a la generosidad y magnificencia de su propietario.

     La cabeza de San Hermenegildo era una de las más insignes reliquias por varios significados en razón de su origen y del motivo que encarnaba. Ya ha quedado dicho que la muerte del santo fue asociada a su posición contraria al arrianismo paterno, lo que contradecía la tesis inicial de considerarla consecuencia de una rebelión entendida en términos políticos contra el poder de Leovigildo. La iglesia española, sin embargo, valoró la cuestión religiosa como determinante en su ejecución, elevando el rango de martirio al decretar su hermano Recaredo la unidad católica de España en el III Concilio de Toledo.

     Por tanto, Hermenegildo simbolizaba la resistencia del catolicismo hispano frente a la herejía, aunque ésta estuviera legitimada por un poder perfectamente constituido como el de la monarquía visigoda, y era asociada, además, a un santo de ascendencia local, pues Teodora o Teodosia, hermana de los Cuatro Santos de Cartagena, había casado con el rey visigodo Leovigildo, siendo, por tanto, Hermenegildo consanguíneo de éstos. Al ser diseñada la fachada principal de la Catedral, Hermenegildo ocupó un lugar de honor junto a San Fernando por haber sido su acción la causa principal del retorno diocesano a la unidad cristiana.

     Un objeto tan preciado requería a su vez un receptáculo magnífico. La arqueta de Isabel Clara Eugenia era una pieza suntuaria de tocador, un joyero hecho en 1585 en un taller milanés donde lo adquirió su hermana Catalina Micaela. Donado a El Escorial en 1593 fue utilizado temporalmente como relicario de la cabeza de San Hermenegildo hasta que el rey Felipe II encargó un nuevo recipiente para ella que reproducía la basílica de San Marcos de Venecia. La obra es una de las grandes piezas de la orfebrería europea, relacionada con distintos artífices a los que se considera autores de una joya tan eminente. La belleza de la obra reside en su aspecto fantástico, en la labra suntuosa, en la presencia de camafeos romanos, piedras preciosas, jaspes, jade, lapislázuli y otros detalles ornamentales como el cristal tallado por Anibale Fontana o las cariátides y atlantes angulares.

     El tema central de los cristales reproduce los cortejos de las Estaciones o los Cuatro Elementos que el mundo presocrático asoció a la constitución del universo. Ambos temas muestran la perpetua renovación de la Naturaleza asociada al origen del hombre y su destino y ese carácter de perpetua transformación a la que el cristianismo concedió el rango de una vida superior sirvió para custodiar un resto tan venerable o para darle la función temporal de arca eucarística.

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