Vista del Martillo y de la Catedral de Murcia
Vista del Martillo y de la Catedral de Murcia
Fundación Cajamurcia

     Con este nombre la historia del arte identificó el espacio destinado a albergar ciertos objetos reunidos, expuestos y ordenados para testimoniar la forma con que el hombre y la naturaleza fueron capaces de producir determinadas obras cuya excepcionalidad las hacía dignas de admiración. Su solo nombre sugiere ya la calidad de lo reunido, a la vez que se convierte en reflejo del orgullo sentido por sus propietarios de saberse dueños de una excepcional colección que reunía y exhibía las caprichosas formas naturales admiradas por sus extrañas e incomprensibles apariencias y las que, bajo determinadas reglas, habían sido producto de la inteligente capacidad del artista.

     Es frecuente hallar cámara de las maravillas, al menos, desde la Antigüedad. Pero, a partir del Renacimiento, llegaron a constituir verdaderos gabinetes acumuladores de varios y extraños objetos que compartían protagonismo con la excepcionalidad de las pinturas o con las esculturas del clasicismo. Ordenados atendiendo a criterios diversos, pronto se convirtieron en piezas imprescindibles de los palacios y en puntos de atracción tanto por la rareza de los objetos acumulados como por responder a la magnanimidad del príncipe que veía en ellos un reflejo más de su personalidad de mecenas y protector de las artes y del conocimiento. El barroco les dio forma definitiva incorporando programas iconográficos que sustentaron un trasfondo ideológico nacido para la exaltación, siendo el escaparate de sus virtudes personales y públicas, a la vez que reflejo de los fundamentos estéticos del gusto. Con el paso del tiempo se convirtieron en el origen de los actuales museos, ya que fueron el ejemplo más expresivo de la importancia del coleccionismo.

     La presencia de estos gabinetes conquistó otros significados en los que también predominó el gusto por la acumulación. Era frecuente que los palacios dispusieran de rincones en los que tenía lugar la práctica de la piedad individual y personal. En forma de pequeños oratorios, de hornacinas y altares, las imágenes sagradas vigilaban cada rincón de la casa y se convertían en depositarias de íntimas experiencias personales. Pero al contacto con tales cámaras alcanzaron gran suntuosidad, multiplicaron su número, se revistieron de brillantes y doradas vestiduras hasta alcanzar una pariencia muy lejana a la exigida por la atmósfera silenciosa que la piedad doméstica requería, pues su nueva nobleza les dio un aspecto similar al de las portentosas hermanas.

     No siempre fue bien vista la capacidad de asombro que los gabinetes palatinos, convertidos en brillantes oratorios, sugerían. En primer lugar, fue criticado el aspecto mundano con que se presentaban las imágenes sagradas, ataviadas de forma en que lo sagrado y lo profano se confundían. Posteriormente se consideró inadecuado su abundante número, pues distraían la imaginación y la vista, obligadas a recorrer cada rincón del oratorio ante la numerosa presencia deesculturas, pinturas y piezas suntuarias más acordes con la riqueza del dueño de la casa que con las necesidades del culto doméstico. Por eso, no resultan extrañas las críticas de Santa Teresa, aturdida por estos pequeños santuarios, ni las del jesuita Bernardino de Villegas, en un famoso libro publicado en Murcia, contra la confusión de lo sagrado y lo profano. Ya en el siglo XVIII el San Jerónimo de Salzillo fue rodeado de espejos, conscientes sus propietarios de la excepcional imagen que poseían, pero el resultado, a los ojos de muchos, no fue otro que el de reproducir la frívola apariencia de un gabinete de dama y no la seriedad imprescindible a un camarín de santo.

     La calidad de las obras acumuladas aumentó su aspecto fantástico de forma que, admirados por todos, ensalzados por la literatura, recomendados en los libros de viaje, fueron un motivo más para suscitar el asombro ante las obras del hombre y de la naturaleza.

     Al diseñar la exposición Huellas fue tenida en cuenta esta tradición que hizo de ciertos espacios religiosos un lugar para la admiración. La Catedral iba a mostrarse limpia y restaurada. Su nueva imagen la convertía en un motivo de sorpresa que orientaría las miradas hacia su renovada arquitectura. Era preciso, pues, crear una armonía visual y un equilibrio de fuerzas entre la fábrica restaurada, las piezas expuestas y el decoroso montaje, para que el resultado produjera la feliz satisfacción que una cámara de las maravillas provocaba. Definida Huellas como exposición de sorpresas, las grandes obras de arte, reunidas por única y excepcional ocasión para contar la historia de la vieja diócesis de Cartagena y del reino de Murcia, habrían de suscitar en el ánimo del visitante la fascinación ejercida por aquellos suntuosos espacios.

     En efecto, la calidad de los objetos acumulados, su disposición según las condiciones narrativas del argumento y el excepcional montaje que recuperaba el antiguo concepto del decoro renacentista, contribuyeron a que este efecto fuera logrado. La realidad sobre la que se movía el visitante –una realidad histórica y temporal– le llevaba a otras realidades vistas y comprendidas a través de las obras de arte sugeridoras de hechos y personajes del pasado. Admirar la excepcionalidad de las Cantigas, la asombrosa corporeidad del San Isidoro de Murillo, seguir de cerca el emotivo crismón fundido en la cruz monogramática de Cehegín, admirar el Velázquez de Orihuela o el pintado en su juventud sevillana, el retrato de Vargas Ponce encargado a Goya, los cuadros de Orrente, esculturas de Salzillo y tantos otros artistas reunidos para provocar el espectáculo fantástico de Huellas, como sinfonía coral de los sentidos, era la forma más brillante de recuperar y valorar el espacio catedralicio de forma acorde a la nobleza de su arquitectura. El objetivo de convertirlo en una auténtica cámara de las maravillas acabó por hacerse realidad. Y a ello contribuyeron algunas de las obras más significativas con las que esa historia rescatada se hizo cercana y presente a los ojos del visitante.

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