Rafael Tejeo. Curación de Tobías. 1823. Real Alcazar Santuario de la Vera Cruz. Caravaca de la Cruz. Murcia
Rafael Tejeo. Curación de Tobías. 1823. Real Alcazar Santuario de la Vera Cruz. Caravaca de la Cruz. Murcia
Fundación Cajamurcia

     “¿Qué alegría puedo tener yo viviendo en tinieblas y sin ver la luz del cielo?”. Con estas palabras el anciano Tobías respondía al arcángel Rafael, aquel misterioso acompañante que sugirió al joven Tobías el medio para curar la ceguera de su padre. La naturaleza de este argumento quedaba impregnada de fuertes motivaciones románticas en las que se advierte la sumisión al destino como fuerza superior al que escapa la voluntad humana en un marco histórico, la ciudad de Nínive, a la que había sido deportado el héroe de este episodio.

     El clima novelesco del relato no puede ocultar las verdaderas intenciones de una historia destinada a valorar la condición simbólica de cada personaje y la identidad escondida de ese enigmático y voluntario mensajero, guía y protección del joven que ha de llegar hasta los lejanos territorios de Media para cumplir el encargo paterno. Este texto bíblico, como otros de igual naturaleza, se prestaban a ser interpretados de una forma emotiva y sincera porque los sentimientos que andaban en juego eran similares a los valores buscados por una sociedad sacudida por violentos acontecimientos que parecían anunciar el fin de una época caduca. La historia, la mitología y la Biblia, ofrecían a menudo héroes presentados como verdaderos iconos de una edad soñada, acaso, la que mejor encarnaba la felicidad perdida. Fueron, desde luego, las aspiraciones reformistas relegadas por una política ciega que clamaba por la vuelta a los principios del Antiguo Régimen, momentáneamente enterrados durante el Trienio Liberal, los que irían desvelando la vigencia de los antiguos mitos en los que latían los mensajes de su escondida virtualidad, unidos, a su vez, por la euforia desplegada en las grandes gestas iconográficas del clasicismo y en la forma de evocar con admirable monumentalidad los resonantes triunfos de un pasado preñado de iniciativas puestas de manifiesto por quienes había simbolizado altos sentimientos como el honor, la fidelidad, el amor patrio y la fe ciega en lo sobrenatural.

     En esta atmósfera, en la que tuvo mucho que ver el compromiso personal de Rafael Tejeo con su alistamiento en las Milicias Nacionales, iba a ser decisiva en la vida de un pintor que pronto comprendió los valores de un arte cuya contemplación forjó su personalidad. Presente en Roma desde 1822, quedó imbuido no sólo de las enseñanzas de su maestro Camuccini, sino de las obras maestras de Mengs, Rafael, además de las del clasicismo boloñés y del todopoderoso genio de David. Con la instrucción académica y con la contemplación de las conquistas de un clasicismo, como valor inmanente de la cultura europea, los modos y argumentos de la historia, la religión y la mitología, hicieron de Tejeo uno de sus máximos cultivadores. Para un artista como el caravaqueño el debate entre los principios del clasicismo y del romanticismo no era una cuestión secundaria, puesto que las formas de que se investía su pintura igualmente invocaban las grandes líneas trazadas por aquél en su perfección formal y transmisión de modelos como en la forma de interpretar los viejos temas, fundiendo la literalidad académica, la simple delectación visual con la renovada interpretación de unos argumentos que ya no eran iguales a los de la pintura del pasado sino que aspiraban a convertirse en referencias éticas para una nueva sociedad a la que había que ofrecer la enseñanza permanente del clasicismo y el espíritu interior que latía en sus inquietudes.

     Este cuadro de Tobías tiene todos los ingredientes de la gran pintura de historia del siglo XIX, uno de los géneros más cultivados en la época, porque era necesario volver los ojos a los grandes episodios del pasado. Sus grandes dimensiones son una muestra de la capacidad de asimilación que Tegeo siente por los capítulos sublimes de la pintura de todos los tiempos y de la valentía de enfrentarse ante grandes escenarios. Representado el argumento en una amplia estancia, a la que se asoma a izquierda un paisaje que, como excusa visual sirve para incluir otros instantes del relato bíblico, es un alegato estético de los ideales del pintor. Tobías, majestuoso y sereno, con la dignidad con que el clasicismo concibió la ancianidad, es un modelo vivo, tomado del natural, dispuesto en la pose de una escultura, como Rubens recomendara, dotado de la tersura con que una suave pincelada, similar a la de Mengs, transformaba los fríos mármoles en formas vibrantes, llenas de vida. El anciano aparece semidesnudo, hermoso de cuerpo, bello como un dios de la Antigüedad, a la manera de un Zeus sedente, grave y confiado en el remedio que le aplica su propio hijo. Esta última figura acusa un profundo conocimiento del clasicismo en el limpio trazado de su perfil, en un rostro rotundo e ideal recortado sobre el muro.

     La novedad impulsada por Tejeo añadía nuevos valores a las conquistas del clasicismo en la medida en que sus viejos modelos eran objeto de otra mirada intensa y romántica que, sometida al rigor de la composición, equilibrada y serena, iba más allá de la cobertura excelente exigida al dibujo y al dominio de una correcta anatomía. Ese joven Tobías que aplica el ungüento, como un pintor delicadamente aplica los colores sobre el lienzo, es una figura emotiva, impulsada por la doble condición de responder a la perfección formal del efebo antiguo y a la intensidad emocional de quien se siente protagonista del prodigio. La relación existente entre la forma con que Tobías se aproxima a su padre, la cercanía de sus rostros, la intensidad de la mirada del joven, de mano casi temblorosa, contrasta con la ceguera del padre, sublimada por la placidez de su rostro en una demostración de cómo estos seres proteicos, héroes de la Biblia, aceptaban con resignación un destino que ya Isaías había ponderado al alabar la condición del justo sufriente.

     Esta nueva visión de los mitos y de la historia enriqueció los relatos a medida que eran tratados con otras intencionalidades. El sentimiento como impulso de superior rango a la razón, según declarara Rousseau, parece triunfar en esta pintura, haciendo cada vez más imprecisa la rígida frontera trazada entre clasicismo y romanticismo.

     En el caso de Rafael Tejeo no podemos olvidar que en esta obra hizo una síntesis de sus conocimientos pictóricos, producto, acaso, de su formación romana sobre la que se habían proyectado los valores del clasicismo y los que aportaban un grupo de pintores centroeuropeos –los nazarenos– dispuestos a componer una comunidad pictórica a la manera de los antiguos monjes medievales unidos en la defensa de la dimensión ética del catolicismo que había impregnado de intenciones morales a los grandes temas del clasicismo.

     Éstos son los parámetros pictóricos del cuadro de Tejeo, donado en 1827 al santuario de la Vera Cruz de Caravaca, su ciudad natal. Las huellas de su formación quedaban expresamente indicadas en todos los elementos analizados y en la forma de resolver una composición asombrosa, un solemne escenario, la dignidad de las figuras, la colosal entidad de los protagonistas y el recuerdo al paisaje dieciochesco tímidamente visto a la izquierda como complemento que da unidad al relato en dos instantes sucesivos. Esta forma de dominar al sentimiento, que es la ley suprema de todo pintor, cobró especial importancia también en sus retratos, una modalidad que Rafael Tegeo cultivó con genial éxito.



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