Cuenta la historia que, derrotado Boabdil en la batalla de Lucena, hubo de entregar a sus vencedores los símbolos externos de poder que formaban su lujosa indumentaria y la espada jineta de rica empuñadura que le correspondía como rey de Granada. A la derrota en el campo de batalla añadía Boabdil una nueva humillación acrecentada por la condición eminente reconocida en aquellos objetos perdidos que, además, le despojaban de las regias insignias que le identificaban como monarca. El vencedor consideraba doblemente vencido a su enemigo al arrebatarle las enseñas que hacían más terrible su vasallaje, exhibidas como botín de guerra y garantía de que la protección divina grabada en su empuñadura –Sólo Dios es vencedor– se inclinaba decididamente del bando cristiano.

     A la crueldad de la batalla se unía el sometimiento del vencido, ceremonia que sellaba la rendición en el transcurso de una representación impregnada de gestos caballerescos en los que se ponía a prueba el talante moral del vencedor y la entereza de ánimo del vencido, al que se exigía, además, la entrega de los símbolos –cetros, coronas, espadas, llaves– desde la arrogante posición a que daba derecho la conquista alcanzada. En la escenificación de esos sentimientos los objetos arrebatados adquirían un rango especial acorde a la legitimidad que de ellos se derivaba como portadores de virtudes heroicas imprescindibles al buen comportamiento del príncipe. La espada simbolizaba la fuerza; la corona, la legitimidad política y la nobleza de intenciones; el cetro, el poder para ejercitarlas.

     Bajo tales pensamientos se configuraba un cuadro de alegorías basadas en la certeza de que la grandeza personal quedaba sometida a la nobleza de intenciones con las que se debería administrar y regir el estado. Pero aquellos objetos también fueron –y son– una cita viva de los protagonistas de la historia y de las circunstancias temporales que les tocó vivir como símbolos de los dos mundos que contendían en España, uno decidido a recuperar el viejo concepto de Hispania roto desde el 711 y otro dispuesto a mantener los valores de una civilización contra la que desde el norte se venía luchando desde siglos.

     Espadas, cetro y corona, simbolizaban también los valores culturales y artísticos grabados en ellos. De esta forma no podemos desvincular las imágenes sugeridas por la espada de Boabdil de las que contienen la corona, cetro y espada de sus rivales, los Reyes Católicos.

     Aquélla, como la vaina en que se introduce y el tahalí del que pendía, muestra la riqueza alcanzada por el reino nazarita, el lujo y fastuosidad de la corte granadina y la delicadeza alcanzada por los orfebres andalusíes. La tradición artística de la España musulmana encontraba en esta obra una de sus más exquisitas realizaciones en la que, combinada la idea originaria surgida de su naturaleza hostil con el delicado refinamiento producido por el deseo de ostentación, convertía su cruel destino en fascinante tesoro digno del ardor guerrero del combate y de la delicada imagen ofrecida por los alardes y paradas militares. El exquisito trabajo de esmaltes, plata, acero y marfil muestra cuáles eran los valores de un mundo fascinante, cuya lujosa existencia resistía las últimas embestidas de la reconquista, resignado a morir bajo la bella ornamentación que certificaba en su ocaso la grandeza suntuaria de estos objetos o acorralado en fastuosos paraísos dominados por el rumor de las aguas, el olor de los naranjos y el esplendor de los arrayanes a la espera de esa imposible victoria invocada en la empuñadura de su espada.

     Frente a este mundo, los símbolos personales de los Reyes Católicos representaban los valores culturales de una España debatida entre los ecos finales del gótico, los intereses dinásticos nacidos de la unidad alcanzada y las tímidas apariciones de un renacimiento que encontró en ese nuevo estado, surgido del moderno concepto del poder, un escenario sobre el que proyectar sus influencias.

     La diversidad de mundos que ofrecen esos objetos no debe ocultar los logros artísticos alcanzados por unos y otros. La espada de Boabdil muestra encajes de filigrana, estrellas de ocho puntas, decoración cúfica, suntuosas ornamentaciones geométricas que nos remiten al lujo de una corte fascinada por la belleza y ostentación forjadas sobre una tradición artística que había realizado los refinamientos decorativos de los salones de La Alhambra, sus arquerías polilobulares, sus vistosos mocárabes, sus grandes estancias decoradas, sus delicados capiteles, sus recios leones. La espada era, en función de las imágenes evocadas, un elemento imprescindible en las ceremonias públicas más que un instrumento de muerte y destrucción. Evocaba la dignidad personal del rey, la fastuosidad de su corte y era el símbolo de los logros alcanzados por la civilización musulmana.

     El cetro, la espada y la corona de los Reyes Católicos expresaban las nuevas condiciones del estado que, valiéndose de estos signos tradicionales mostraban la firmeza del poder nacido de su unión en la que quedaban, como testimonio de una fragilidad que sólo el tiempo consolidaría, ciertas imágenes, como flores de lis o delfines, que podrían remitir a las dos realidades históricas y dinásticas reunidas. Pero en el análisis de estas piezas se observan igualmente otros valores. Frente a la unidad ornamental y al imperio de la geometría de la espada de Boabdil, los pertenecientes a los Reyes Católicos revelan la diversidad de intenciones artísticas vivida por la España cristiana que asistía a la consolidación de un mundo cambiante, que iba dejando los viejos hábitos medievales. La corona de Isabel comparte con la espada de Boabdil su intención simbólica y su función de aparato. Junto a las cardinas que aún con perfiles dentados son el último reflejo del gótico, la granada y los delfines optan por una nueva decoración cuyas formas más naturalistas rompen la fantasía de unas criaturas imposibles, como fueron las de la imaginería del último gótico, e incorpora el signo parlante de la ciudad –una granada– como señal inequívoca de su conquista.

     La posibilidad de enfrentar los valores inherentes a estos objetos nos remite no sólo a realidades diferentes, sino a políticas distantes. La corte granadina se replegaba sobre unos territorios, cada vez menos extensos, a los que daba nombre la capital del reino que le servía de sede. Enfrentada al poder cristiano, cada vez más próximo a la victoria final, se replegaba sobre los últimos estertores, brillantes y fastuosos de una aparente unidad artística basada en la preferencia por signos de riqueza que formaban sus atauriques, sus lozas vidriadas, sus yeserías coloreadas, sus invocaciones a un paraíso prendido de las decoraciones de unas arquitecturas pensadas para el disfrute de la mirada. La cristiandad que al otro lado de la frontera contemplaba la unidad surgida de los Reyes Católicos, veía nacer un nuevo estado que habría de dominar la vieja Europa, haciendo de su principal gobernante –Fernando el Católico– el príncipe soñado por Maquiavelo.



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