Curia de Cartagena. Exacavaciones arqueológicas
Curia de Cartagena. Exacavaciones arqueológicas
Fundación Cajamurcia
Rea Silvia (detalle). Comienzos del siglo I. Museo Arqueológico de Cartagena
Rea Silvia (detalle). Comienzos del siglo I. Museo Arqueológico de Cartagena
Fundación Cajamurcia

     Decía Plinio que el retrato provocó la envidia de los dioses no sólo porque confirió a los hombres la inmortalidad de que ellos disfrutaban, sino porque hizo que fueran conocidos por todas las tierras “de manera que podrían, como ellos, estar presentes en todas partes”. Esta omnipresencia del retrato, unida a la victoria sobre el tiempo, que le atribuyera Alberto Durero, constituyeron una de las bases ideológicas sobre las que se cimentó este género artístico convertido en instrumento de comunicación para “las almas inmortales”.

     El valor concedido a la individualidad, rasgo esencial de la filosofía helenística del comportamiento, pretendió conquistar un conocimiento total de sí mismo no ya sólo en los aspectos que revelaban la propia constitución del universo y la insatisfacción producida por ciertas corrientes de pensamiento, sino por el convencimiento de que todo aquello que concernía al individuo era más importante, según dice Pollitt, que lo que ocurría a la sociedad entera. Relatos, biografías, retratos literarios y memorias, se impusieron como formas de acceder a un terreno que exploraba las mutaciones del ánimo y los movimientos internos del alma, haciendo partícipe al espectador del testimonio de las experiencias personales y de la naturaleza interior del individuo.

     Pronto las artes visuales comprendieron las posibilidades que presentaba este género iconográfico capaz de evocar, más allá de la muerte, a personajes que no conocimos, pero cuya biografía quedó prendida de la imagen proyectada por este medio y por la posibilidad de deducir del mismo las cualidades y defectos que le adornaron en vida. Esa mirada dirigida al pasado forzó la visión subjetiva del modelo al que hemos de reconocer por los signos que revelan su carácter y por “el deseo que tienen los seres humanos de contemplarse por medio de la representación de su propia imagen”. Individuo y contexto formaron parte inseparable de un arte que eternizaba lo temporal y pasajero, en el que intencionadamente se reproducía cuanto la sociedad quería ver en él.

     Si la tradición retratística tenía una larga experiencia en Roma vinculada a ciertas prácticas rituales, la impronta helenística ejercitada sobre la base de una mirada introspectiva dirigida al individuo hizo lo demás. El emperador Augusto hubo de triunfar sobre las disensiones internas que mancharon de sangre los años convulsos de su acceso al poder y esa inquietante sombra acusadora, que acabaría con la República, habría de ofrecer nuevos valores a una sociedad que, en boca de sus poetas, le saludaba como el forjador de una nueva edad. Desterrados, pues, los signos que le ataban al pasado, el princeps hubo de completar su reorganización del estado con los instrumentos de propaganda que marcaban el nacimiento de un mito que no sólo ofrecía una continuidad dinástica remontada a los mismos dioses sino que incorporaba los valores humanistas del clasicismo en una visión que borrara para siempre las señales delatoras de la situación pasada.

     En el programa del retrato augústeo triunfaron las cualidades que adornaban al político desde que las imágenes de Alejandro revelaran los atributos propios del hombre público. La juventud evocada bajo las formas de un nuevo realismo sobrepuesto a la realidad cotidiana surgía ahora frente a la ancianidad anterior para consolidar la imagen de un héroe, saludado como princeps iuventutis, dotado de los valores que mostraban su nobleza cuando actuaba como imperator y pontifex maximus, las dos categorías dominantes en sus retratos. El imperium no era un rasgo nuevo en la historia de Roma, pero en manos de Augusto fue el símbolo de sus funciones de príncipe que a su vez encarnaba el Genius (espíritu) de Roma, recuperando la fides, pax et honor, según declaraba el Carmen Saeculare de Horacio.

     Esa declaración de Virgilio concretada en la venit iam carminis aetas, con que saludó los felices días del principado del emperador, fue también motivo de que su renovación estatal y las sagaces formas de gobierno introducidas, crearan el mito que le consideraban como nuevo fundador de Roma, como un nuevo Rómulo que encarnaba la herencia legítima del poder y mostraban sus dotes de clemencia, justicia y piedad que le aproximaban al Pius Aeneas históricamente resuelta en los beneficios de la Pax Augusta. La relación establecida entre el mito troyano y la fundación de Roma era un signo de prestigio y nobleza que cimentó el mito del emperador, favoreciendo la asimilación con el héroe troyano la superioridad del príncipe y sus logros de paz y prosperidad extendidos desde Oriente hasta Hesperia “el lecho del Sol”. Esta maiestas imperii, que coincide con la monumentalización de Cartagena, invocaba el origen divino del emperador y su remota genealogía derivada de los héroes troyanos y de la descendencia de Venus puestos bajo un nuevo modelo de gobierno del que era el guardián del estado y el representante de una política que dio sentido unitario al nuevo orden nacido del final de las guerras civiles, fundidos para siempre los logros de la literatura y del arte, de la política y de la cultura.

     En el año 12 a. C. asumió el emperador la dignidad de Pontifex Maximus, jefe superior de la religión romana, para consolidar las bases de un poder surgido de la unión de la función tribunicia y del imperii. De cuantos títulos y honores se le tributaron, prefirió el de princeps, denominación alusiva a su condición del primero del estado, un viejo ideal de Cicerón que aspiraba a considerar al mandatario como símbolo de una aristocracia renovada. Una vez más el modelo era Alejandro, cuya areté y ethos, habían quedado para siempre representadas en la desafiante efigie de Lisipo, resumen de las virtudes que adornaban la imagen pública del gobernante.

     La condición de Pontífice Máximo convirtió a su poseedor en el hombre más prestigioso del estado para cuyo nombramiento no sólo se exigía la condición de varón sino la interpretación de ciertas señales enviadas desde el cielo. Esta investidura sacerdotal dotó al emperador de un añadido prestigio, pues le hacía depositario de las interpretaciones de la ley, de la administración de la justicia religiosa y de los bienes de los dioses, además de la potestad para declarar una cosa sagrada, asociando, como queda dicho, sus funciones civiles y sagradas.

     Las esculturas que representaron esta ansiada magistratura, depositada en la figura imperial hasta su cesión a los obispos de Roma, adoptó formas canónicas en el retrato oficial. De cuerpo entero el Sumo Sacerdote era vestido con larga túnica y manto que le envolvía la cabeza, dando lugar a la tipología capite velato o escultura con la cabeza cubierta. La aparición de una efigie imperial, posiblemente de Augusto o de un miembro de su familia, en los días finales del año 2002 en la calle Adarve de Cartagena, ha llevado a sus descubridores, y en esta exposición tal hipótesis queda planteada, a considerar que fuera este emperador el que presidía un monumental edificio situado en el foro romano de Nova Carthago. En efecto, la mutilada pieza, cuya cabeza no ha aparecido, hurtando la posibilidad de su definitiva identificación, responde a las formas de representación del Pontifex Maximus que codificara la conocida versión de la Vía Labicana.

     Un majestuoso emperador, jefe supremo del poder que Roma encarnaba, coincidió en la nueva Colonia que llevaba entre sus timbres de gloria el de la gens Iulia a quien debía su nueva situación jurídica, con los momentos del esplendor vivido por la ciudad que, al edificar su grandioso teatro, no olvidó los lazos de unión con la familia reinante al evocar en sus figuras los mitos que dieron origen a la capital muy en la línea poética que, como dice el prof. Sebastián Ramallo, reforzaría las sugestivas imágenes que remontaban el nacimiento de Roma al episodio amoroso de Marte y Rea Silvia del que nacieron los famosos gemelos Rómulo y Remo. Era una forma sutil de consolidar el poder del emperador y las bases míticas sobre las que se construyó un estado surgido de la estirpe troyana. Rea Silvia, Iulo –Ascanio– y, por tanto, Eneas, eran considerados los legendarios padres de un imperio encarnado en Augusto.

     Nunca, como en esta ocasión, cobraron tanta vida las palabras de la Naturalis Historia de Plinio que sirven de introducción a este epígrafe. El emperador presidiría bajo la fórmula solemne del Sumo Sacerdote las deliberaciones de la Curia, pues la distancia existente entre la morada habitual del emperador y la colonia que gobernaban en su nombre los magistrados locales, quedaba rota por el poder evocador, legal y simbólico de una escultura.



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