Hay una luz desmemoriada y sepia, una luz prácticamente imposible que es la que consigue Juan Heredia con sus plumillas, luz trigueña donde se posan sus dibujos hechos como de azúcar quemada. Desmemoriada digo porque no nos recuerda a nosotros como habitantes, ni siquiera recuerda a los automóviles, con lo que además consigue ser una luz limpia y no contaminante. Él me dice que la consigue con tinta china del número quince rebajada en agua, pero como su respuesta no me convence, tengo que inventarme yo otra. Creo que más bien son las ninfas que habitan en los tinteros quienes le han concedido a Heredia su petición de saber pintar rincones entrañables en sepia, porque a las ninfas de gloriosos cuerpos desnudos y cabellos sueltos les gusta la belleza y por eso encienden en secreto la ciudad para Juan a una hora indeterminada entre el final de la noche y el principio del día, una hora sepia donde Cartagena está deshabitada sólo para que él la pinte. Y el resultado a ellas les gusta tanto, que algunas veces entre alborotadas contemplaciones de aprobación, se les hace tarde observando a Heredia tirar líneas con escuadra y cartabón, y por eso se les cuelan las primeras manchas celestes que indican la tardanza tan imprudente para con los demás. Entonces las ninfas regresan al tintero cogidas por la mano y el celeste deja paso al desvarío urbanita con sus ruidos y sus habitantes, cuestión que deshace el sepia hasta una próxima jornada de trabajo. Heredia hace brotar de su pipa humo blanco y aromático, mientras lanza una mirada siempre crítica contra su universo pintado en una continua inactividad en movimiento, un día más ha conseguido atrapar en el papel esa arquitectura magnífica con su pátina, su moho y sus rótulos comerciales, la que ha rescatado desde la panorámica del saberse colocar, pretendiendo darnos a conocer la ciudad, porque a veces no la vemos, simplemente caminamos por ella, restándole así importancia a la filigrana constructiva y emblemática que ya no olvidarán quienes tengan el privilegio de entender el silencio desprendido de una obra suya, porque en las plumillas de Juan Heredia siempre es adviento.

Texto del escritor Ignacio Borgoñós. 


'No sólo de pan vive el hombre'. Vive también de ideales, de ilusiones, de conocimientos, de amistad y, desde luego, de belleza. F. Dostoyevski lo afirma con rotundidad:  'Gentes de pocas luces, ¿qué os hace falta para comprender? Pero ¿no sabéis, no sabéis que sin los ingleses podría muy bien seguir viviendo la Humanidad, y lo mismo sin Alemania; que es posible vivir sin rusos; que es posible vivir sin ciencia; que es posible vivir sin pan; pero que es imposible vivir sin la belleza, porque entonces no habría ya nada para hacer en este mundo? Todo el secreto es ése; ésa es toda la historia.'

La ciencia misma no puede sostenerse un minuto sin la belleza.

La experiencia de la belleza  es la experiencia de la luz con la que resplandecen los seres, luz que nos permite entrever que los seres son 'más de lo que son', 'otro que lo que son', en la experiencia de nuestra frecuentación cotidiana con ellos. La mirada del artista sabe descubrir esas  dimensiones ocultas de los seres y plasmarlas en su obra, invitándonos  a una contemplación de los mismos que los rescate de la banalidad en la que los envuelve la familiaridad de nuestro trato cotidiano con ellos. El artista hace emerger lo extraordinario en lo habitual, descubriendo una dimensión olvidada en lo cotidiano, convirtiendo la realidad en un objeto exótico y acrecentando así su coeficiente de maravilla. La mirada y la pluma de Juan Heredia nos revela dimensiones secretas y olvidadas de nuestra Cartagena habitual, y la ciudad resplandece como lugar de maravilla y de misterio.

Texto de Fernando Colomer Ferrándiz.