"Limones de Pedro CanoDe la tierra al cartón, en los pinceles de Pedro Cano". Carlos Valcárcel

    Feliz idea, venturoso empeño y espléndida realidad concebida y practicada por Pedro Cano, nuestro pintor, nacido en Blanca, formado, en sus comienzos, en Murcia, con ecos en Italia, Francia y  los Estados Unidos, que es tanto como decir, hablando de arte, en el mundo entero.

    La lejanía, en el espacio y en el tiempo, la ausencia prolongada del pintor, no ha oficiado de esponja que borra y arranca el recuerdo y, acaso, la añoranza. Pedro Cano, en su deambular por tierras y mundos ajenos al suyo, apartados del suyo, en la geografía y en la distancia, ha conservado en la memoria, porque acaso anida en el corazón, la presencia de la flor murciana, su fragancia, su lozanía y, sobre todo, que lo que vale y cuenta para un pintor, su color.

    Pedro Cano no ha querido poner límites, en el espacio, a sus flores, a las flores de Murcia. Por eso ha recogido de ellas ese color brillante o mate vivo o apagado, pero color que es, en esa preciosa versión del pintor, protagonista único de su colección que queda recogida en un libro que viene a ser, dicho en lenguaje plástico, con la presencia, quizás inncecesaria de unos comentarios que poco pueden añadir a lo que Pedro Cano manifiesta con sus afortunados pinceles; que viene a ser, decía, como una sintetización ajardinada de la flora de esta tierra murciana, generosa y fecunda en frutos y  en flores.

    He dicho sus afortunados pinceles, porque han hecho las veces de la tijera que poda, para arrancarlas a la mata, pero, en este caso, sin derrame de la savia, sangre vegetal que corre por la rama y alimenta, da vida y jugo a la flor.

    Las flores murcianas que Pedro Cano expresa, dice, narra, cuenta y enseña, mostrándolas con toda su belleza, hacen las preciosas y preciadas funciones de excepcionales embajadoras, anunciadoras, pregoneras de una tierra en la que nace y crece, vive y muere la más variada floración, desde la humilde amapola, en las márgenes del sendero campesino o huertano, en los ribazos de la acequia, en las motas del río, hasta la frágil azucena, pasando por el clavel, que simula borbotón de sangre; la rosa pálida, como tez de moza enamorada; el diminuto jazmín, que no escatima su aroma y su perfume; la blanca cala, la endurecida flor del amaranto, el moco de pavo dicho en lenguaje coloquial, el oriental crisantemo, lila, alba, rojo o violeta: la violeta sencilla y olorosa, el pensamiento y la pasión, que nos sitúan en los días en que la Semana Santa pone en la calle a una larga teoría de túnicas nazarenas; el alhelí modesto y callejero, el blanco y penetrante azahar de limoneros y naranjos, inseparable compañero de novias y de bodas.

    Toda una amplia gama de la flora, del perfume, de la esencia, de la poesía y la belleza, algo que se ha propuesto, y conseguido, con largueza Pedro Cano, nuestro pintor, murciano y universal, Pregonero y Cantor de Murcia y de sus cosas, en ese lenguaje, feliz y eterno, que es el del color y el de la elegancia presente siempre en sus obras.

GranadasCarlos Valcárcel
Académico de la Real Academia 'Alfonso X El Sabio'.

"De la flora murciana pintada por Pedro Cano". Manuel Muñoz Barberán

    El artista, aquí, no pinta en auxilio del botánico, del estudioso de las flores. Aunque, a veces, los dibujantes que ayudan a los científicos en su búsqueda e investigación hayan conseguido tal calidad en sus obras que éstas lleguen a rozar la perfección artística y a poseer un cierto aliento poético.

    Pedro Cano, al pintar las flores de nuestra tierra, recuerda sólo las flores que le han rodeado desde niño. Las macetas que había en el patio de su casa, en el interior de la pequeña salita, en las rinconeras del comedor... o en la puerta de la casita huertana, en la desechada tinaja, en el redondelito del suelo marcado por unas piedras dadas con cal o en los tiestos coloreados puestos sobre el pretil, casi al margen de la parra.

    Las flores que han estado siempre cerca del pintor son las que éste puede retratar enamoradamente. Reunidos estos retratos fervorosos, jamás constituirán un muestrario frío, aunque el pintor ponga, si quiere, debajo de cada flor el nombre propio, el nombre popular, incluso el nombre latino.

    Hace unos días pasaba yo despaciosamente los papeles, de muy diferente cuerpo, de muy variada textura, en los que estas flores estaban pintadas. En ningún momento tuve la sensación e estar viendo algo ilustrativo. Recibía sensaciones puras, las mismas que el artista tuvo al pintarlas. Cuando se habla con Pedro Cano de flores haya que dejar aparte toda otra cosa, entrarse con él en el hermoso mundo floral que nos ofrecen sus acuarelas y sus palabras.

    Cuando Pedro Cano pinta el jazminero, ese jazminero que está arrimado a la pared enjalbegada de su propio entorno. Y es el jazminero hermano del que está a la puerta de tu propio estudio y del que tú mismo recibes las primeras flores de mediado mayo y las últimas en el alejado noviembre.

    El rojo indefinible de las flores del granado es el mismo color que salió a tu encuentro en los estrechos caminos de junto al Guadalentín.

Jordania (Pedro Cano)    Los firmes tonos de la desafiante buganvilla- buganvilla dicen-, él los ha visto en su casa de Blanca, tú los encuentras, constantes durante casi todo el año, asomados a tus ventanas, amable compañía de la flor de color violeta intenso, o amarilla de oro viejo, o roja encendida.

    Y las campanillas, de enredadera fácil. La que plantas, casi sin pensar, en un rinconcito, y crece y crece y se va hacia la puerta de hierro y hacia la baranda, y al tronco del arbusto. Y cuando comenzaste contándole las flores azules en sus primeros brotes, encuentras ya que el número es infinito y supera la capacidad de recuento y se te llena el suelo de rizados recortes de azul y violeta y carmín... Y si intentas evitar el atrevido, desmandado desarrollo, lo haces con lástima y casi pidiendo perdón a los largos vástagos cortados.

    Los pensamientos, entre ellos la linda trinitaria, que, como lección casi absurda de humildad, están pegados a la tierra y es allí donde has de permitirles vivir, porque, arrancados, no quieren servirte.

    Y los geránios, de los que los antiguos pintores sacaban un carmín fugaz, con sus tonos lacados, sorprendentes.

    Sus flores, apretadas entre los dedos, los tiñen de un hermoso color.

    Una pequeña flor blanca, engaño de jazmín, sin olor, pero con una presencia bellísima... Ni Pedro sabe su nombre, ni yo. Pero ya le dije que esa florecilla la había visto en una cerca frente al mar, en Aguilas. Acordamos que fuera la flor de Aguilas, pero no es ese su nombre.

    Las clavellinas, hijas de cualquier ángel orfebre que ocupó su tiempo inacabable en inventarlas. Y los claveles, sus hermanos varones.

    La flor que llaman caña, desafiante, onírica, como un gallo entre las demás flores. Y las abiertas rosas que dicen mosquiteras, sus pétalos salpicados de pequeñísimos puntos oscuros. Y el narciso, que parece obligado a las quietas aguas, al amor de sí mismo.

    Las margaritas, con nombre de tantas reinas, y las rosas... Las rosas, que dicen ser reinas entre todas las flores. Parece como si Pedro Cano amara sobre todo a las rosas, por que las ha pintado en toda la amplia gama de sus colores, en todos sus momentos.

    La hortensia, la begonia, que te piden excesivos y constantes cuidados. Los lirios, las azucenas, con su inolvidable e ineludible carga simbólica.

Cuadro donado al Teatro Bernal    Varicas florecidas del Patriarca José, de San José.

    Y la graciosa flor del cactus, para ver sólo de lejos, a la que no habrá acercamiento posible.

    La flor de ajo, con antojo de risible y que crece blanca, en grupo delicioso, apretado. Los muchachos desvergonzados cantan con su nombre a la muchacha tímida: "Mariquilla, flor de ajo...". Canción irrepetible, pero fácilmente adivinable.

    En la gran vitrina donde están las flores pintadas por Pedro Cano aparecen casi todas las que él ha visto, las que conocemos todos, las que adornan nuestras casas y nuestros patios. Las que él vio que cuidaba su buena madre... Y las que él compró para ella o cortó el mismo.

    Ibiscos o fresillas, calas, lirios, gladiolos... Y flores cuyos nombres ya no recuerda, quizá. Nombres que estuvieron ayer en la memoria. Acaso, acaso también pinte Pedro Cano las flores humildes que crecen lejos de los jardines, pues salen al paso bordeando los caminos o que sólo en la primavera aparecen en los montecillos. No sé... Allí, donde las amapolas, ese toque pequeño de suave violeta...

    Lo que sí es cierto es que las flores pintadas por Pedro no han venido en pequeños recipientes, en largo viaje desde el lejano invernadero donde la industria las alimentó. Doy fe - y él no necesita de mi testimonio- de que esas flores han nacido aquí y las hemos visto, las vemos cada año brotar y crecer junto a nosotros.

Gracias, Pedro Cano, por hacernos esta espléndida historia natural de nuestras flores queridas.

Manuel Muñoz Barberán
Pintor

    El pintor Pedro Cano posee un estilo propio reconocible e inmutable ligado a un lírico figurativismo.

    Posee una gran singularidad artística, ya que va más allá de la mera copia de la naturaleza, centra su mirada en la vida de las cosas y las representa envueltas en un halo de ensoñación llenas de pasión contenida, de memoria y ausencia. Se detiene en lo que va encontrando a su paso, una flor, una puerta, un río, una azotea, ya que para el artista lo importante no es el punto de partida, el motivo en sí, sino simplemente pintar.

    Y todo ello lo realiza valiéndose de varias técnicas, ya sea el óleo, el pastel, la acuarela o simples lápices de colores.

Maurizio Calvesi, Luz y Tiempo.2000

    No pienso que después de Piranesi los antiguos muros de Roma hayan conocido a un intérprete más fino que Pedro Cano, y eso que era difícil creer que un tema tan románticamente circunscrito en el tiempo pudiese resucitar en la modernidad, ser tan interiorizado como para recuperar su verdad poética.

    El gran veneciano, exaltado por el sueño de la ciudad eterna, extraía la luz del color negro. Cano parece excarvar en la materia del tiempo para desenterrarla, haciéndole susurrar todo el recital de tonos que sus vibraciones contienen; pero atenúa los mas altos y matiza los más bajos, como cubriendo las notas de inicio y cierre, porque el devanar enrevesado de los grados se parece aún más al del resistente tiempo-matriz, que no tiene comienzo ni fin.