Al cumplirse doscientos años de la muerte de Roque López, queda la sensación de que su memoria ha experimentado distintos grados de aceptación siempre a expensas del mérito atribuido a su maestro y pocas veces debidos a sus cualidades de artista.

    No cabe duda de que el largo período de tiempo transcurrido en el taller de Salzillo, desde que en 1765 entrara de aprendiz, y, tras la superación del período de adiestramiento hasta la muerte del maestro, su larga permanencia en el mismo (1772 – 1783), fueran suficiente reclamo para colgar de su figura la sombra de Salzillo y convertirle en banal repetidor de unos logros ampliamente refrendados por los años más fructíferos del barroco local.

    Roque López ha sido una figura parcialmente entendida, medianamente valorada y sólo evocada para ensalzar su condición de discípulo fiel. Rara vez, desde que el conde de Roche publicara su liber veritatis se ha intentado tomar en serio a un artista que ha sufrido, por la sempiterna fama de su maestro, el lastre de unos tópicos nada favorecedores, muchas veces para justificar la débil calidad de una escultura indigna de figurar en el catálogo de Francisco Salzillo y relegada, como último recurso, a un displicente lugar en la escultura del discípulo que, de esta forma, veía crecer los resultados de su propia actividad al albur de escasos criterios científicos.

    La celebración del centenario de su muerte es buena ocasión para revisar todo lo dicho y escrito desde que Sánchez Moreno y Sánchez Maurandi realizaran la última aportación de interés, núcleo esencial con el que la revista Murgetana abrió su primer número en 1947.

    Roque López había nacido en 1747 a mediados de un siglo que quedará marcado por profundos cambios políticos y sociales. Acaso, esta circunstancia no haya sido lo suficientemente tomada en cuenta para entender la trayectoria de un artista que necesariamente se tuvo que mover entre ideales diferentes a los vividos por los nacidos en las primeras décadas del siglo. Ello quiere decir que aprendió los modos de los maestros barrocos, entendió perfectamente los mecanismos simbólicos y sicológicos de la imagen devocional y sufrió, como muchos de sus contemporáneos, las consecuencias de tener que hacer frente a una nueva realidad impuesta por los cambios nacidos al calor de las academias y por los ideales de un cristianismo renovado más propenso a ensalzar los valores primitivos, personales y sobrios de la religión, que el transmitido por la exuberante exhibición de los oropeles barrocos.

    Roque López vivió inmerso en una época de cambios que afectaron profundamente a su condición de artista. Educado en el taller de Salzillo desde el año 1765, pudo comprobar cómo su maestro, dedicado a asumir el compromiso de adiestrarle en los secretos de la escultura, iniciaba paralelamente una nueva aventura – la de su academia o tertulia doméstica- , precisamente inaugurada en ese mismo año para suplir las carencias de un aprendizaje sólo pensado para hacer del principiante un buen menestral. Esa dualidad que, por una parte, mantiene su fidelidad al método tradicional y, por otra, salía al paso de los aires renovadores nacidos al calor de la Ilustración, basta para comprender la diferente realidad con que el escultor tradicional se encontraba en el seno de una sociedad, ajena a todo debate académico y deseosa de venerar los modelos ya conocidos, fueran o no obra de maestros académicos. Parte de ese mundo fue el escenario en que hubo de desarrollar su labor el escultor Roque López. Es cierto que siempre vivió a la sombra del maestro y que hizo buen aprovechamiento de todo su legado, incluso cuando tuvo que compartir el mercado murciano con su condiscípulo José López. Pero obras como la Santa Cecilia del convento de Agustinas de Murcia, salida de sus manos en 1783, cuando su maestro desaparece, fue un alentador principio que como ningún otro mostraba su valía como artista, capaz de afrontar los retos de una iconografía siempre confiada a los logros de la pintura. Ya Salzillo hizo algo parecido con La Oración en el Huerto de la cofradía de Jesús y ahora su discípulo seguía una estela similar que consagraba sus dotes excepcionales de escultor.

    En efecto, Santa Cecilia puede considerarse una de las obras de escultura más importantes de la plástica tradicional española por ser el símbolo de muchas realidades. De la misma forma con que Roque López fue sensible a corrientes inspiradoras de una actitud ante la sociedad como sujeto de sus propias tradiciones y costumbres – y bien que se encargó de mostrarlo en el amplio repertorio de La Matanza de los Inocentes del Belén- sus inquietudes por los elementos tradicionales del folklore, por las peculiaridades de la indumentaria y por su escrutadora mirada sobre las tradiciones populares – las famosas figuritas de huertanas hechas por encargo de nobles murcianos destinadas a la corte – son tan significativas como la forma de desacralizar la visión de la santa patrona de los músicos, únicamente avalada su condición mística por la sugerente mirada dirigida hacia lo alto en espera de recibir la luz inspiradora de una música procedente del paraíso.

    Roque López tuvo que realizar el encargo para la capilla musical radicada en convento murciano de Agustinas y, por tanto, centrar los efectos de su obra precisamente en el momento en que la santa está preparada para interpretar en un realejo doméstico una composición musical. Para la titular de una capilla hubiera bastado un correcto lienzo que cerrara el hueco central de su retablo. Pero para esta ocasión Roque López eligió en un alarde de originalidad una representación tridimensional que hiciera más expresivos los efectos de tal devoción y abordara el momento justo en que la santa, poseída de celestial arrobo, detiene la interpretación a la espera de la celestial orden que guiara sus manos sobre el teclado, aval suficiente que demostraba la naturaleza intelectual de un arte de logros parecidos a los de la pintura y al origen divino de su creador. Tomás Iriarte convirtió en 1779 un inicial divertimento en un poema de exaltación a la Música, refrendado por el apoyo del conde de Floridablanca en el que dejó constancia de sus sabios fundamentos basados en la acertada combinación de tiempos y sonido. No cabe duda de que Tadeo Tornel, amigo personal de Roque López, para quien también realizó algún trabajo, inspiraría el precioso mueble ante el que la santa aparece sentada.

    Es, precisamente, esa forma de concebir el conjunto, a mitad de camino entre la retórica demostración de sus preciosos y sobrenaturales orígenes en el uso de voces e instrumentos y la atmósfera laica que la envuelve, la que fundamenta su atractivo, pues supera la máxima barroca de acomodar, como querían los moralistas del siglo anterior, la apariencia de la imagen y su significado y obligaba a renunciar a todos los rasgos profanos y suntuosos de la moda por ser poco recomendados por su gallardía a quienes habían renunciado a todos los valores mundanos.

    Roque López quiso hacer de esta obra un verdadero alarde de las conquistas de su tiempo y de la forma desapasionada con que se podía situar a Santa Cecilia en el centro de atención de un salón contemporáneo como una hermosa dama que interpretaba las melodías oídas y aplaudidas por los nobles de la época con el mismo fervor con que discutían sobre los avances de las ciencias, sobre política o sobre las artes o con que veneraban los sagrados símbolos de la religión.

    Son muchos los frutos logrados con esta obra y especialmente los que refuerzan su conexión con los nuevos tiempos. En lo formal no se rompe con la tradición – tampoco ocurrió en el Belén de Jesualdo Riquelme – y sí con la significación de su nueva y vieja iconografía. Dama a la moda, rica en sus vestidos, es reflejo de la sociedad de fines de siglo, la misma que alentó los aires populares del romancero, vibró con comedias y sainetes o se conmovió con la Samaritana de miércoles santo porque comprendió que en su fresca hermosura quedaba exaltada la belleza huertana, símbolo de una sociedad interesada por lo propio y vernáculo.

    Roque López, sí, fue el discípulo fiel. Compró a Patricio Salzillo los efectos del taller del maestro, llevó a su obrador los bocetos que le sirvieron de guía, talló Dolorosas fieles al modelo de Salzillo, siguió sus pautas en el Belén, pero su personalidad como artista debe ser puesta en relación con el mundo que le tocó vivir, con los ideales de una nueva sociedad, con la pervivencia de modos y recuerdos tradicionales y también con la estela de un artista, Francisco Salzillo, que le marcó el camino a seguir. Su valía como artista es, sin embargo, mayor que el que la historiografía le ha asignado.

Cristóbal Belda Navarro
Académico de número de la Real Academia Alfonso X el Sabio, catedrático de la Universidad de Murcia. Director del proyecto Huellas de la Fundación Cajamurcia