El reto del magenta y el albero.
Marcos-Ricardo Barnatán

                                                                “Jamás real pero siempre verdadero.”

                                                                                             Antonin Artaud

Difícil pintar la corrida de toros. No sólo hay una larga tradición pictórica que incluye al propio Picasso, sino que toda una industria antigua ya, y hasta  turistica, parecería haber abaratado los gestos de ese ritual de sangre y valor, cada vez más controvertido.

Una escuela popular que reproduce esos tópicos tan queridos a los viajeros, desde aquellos que en romanticismo descubrían “la diferencia española” en el cante flamenco y en la lucha del hombre y el toro bravo, hasta los que, mucho más masivamente, vienen a disfrutarlas cada verano, llena la cartelería y los puestos de todos los rastros con sus imágenes coloridas y exóticas.

Abrirse paso en medio de esa selva de imágenes, sin traicionar lo fundamental y reconocible, es decir, sin jugársela a la fiesta ni hacerle trampas, pero al mismo tiempo sin dejarse devorar por las imágenes más asimiladas y  demasiado vistas, es sin duda un reto potente, una apuesta fuerte y arriesgada. Ni más ni menos que la que han hecho, y han ganado, Francisca y Manuel, MUHER, con esta exposición que celebra la fiesta y el aniversario del coso de Murcia. Esculturas, pinturas sobre tela y papel, collages, dan soporte a una reflexión en la que, sin olvidar el dramatismo esencial de lo que se celebra en la arena, han analizado sus formas, sus colores y sus movimientos, y con ellos, han forjado su arte.

Primero era el círculo. Esa superficie perfecta y cerrada que significa que lo que va a pasar adentro va a sufrir un proceso definitivo, igualmente cerrado, y que es a muerte. En lo redondo de la arena está la memoria  antigua del circo romano, de los autos sacramentales a los que la fiesta de toros sustituyó hace poco más de doscientos años. El círculo, con su carga imponente y dramática, será la forma matriz de esta exposición como es el gran continente de la corrida y su contenido más fuerte. Círculos enteros o rotos en los cuadros, que a veces contienen el encuentro del toro y el torero, su juego mortal, y las más de las veces no: las más no. Las más serán signadas por  la soledad. Soledad del torero, soledad del toro ante la muerte.

En el círculo, condenados a estar enzarzados, siempre enfrentados toro y torero –incluso ese picador vestido de luces en su caballo ciego- están solos.

Los círculos se reproducen también en formas interiores a las obras. El preciso y suelto dibujo, los casi bruscos gestos del color, de corte expresionista, son a veces enmarcados –pocos cuadrados y rectángulos, pero los que hay son ferozmente intencionales- , pero cuando se ponen en movimiento, cuando se mueven, tienen ya algo de circular, como esos fragmentos de coso a que me refería antes.

Y círculos también en las pequeñas cosas, en las pequeñas formas:  del arreglo clavel del pelo de las mujeres adornadas para el rito,  a las lentejuelas que llenan de brillos los trajes de torear y que son muchas veces incrustadas en sus collages, junto con otros elementos igualmente redondos. Redondez que no se puede olvidar, porque es la eterna redondez de la tragedia.

Claro, que no todo es trágico en la llamada Fiesta. Está el edificio, la plaza misma, y están los colores…. Los Muher, que siempre se han caracterizado por un uso valiente y arriesgado del color, concentran su paleta en los que consideran los colores básicos de la fiesta: el albero del albero, el fucsia de las medias de los toreros y del forro de los capotes, el amarillo del sol postcenital. No es raro que del encuentro del magenta y el amarillo más o menos manchado, más o menos puro, surjan esos rojos brillantes o sangrientos que dominan toda la exposición. Y es que el fucsia tiene por otro nombre el de la sangre derramada en Magenta, cerca del Véneto, y aunque sea un color extraño, lumínicamente hablando, en el mundo de los pigmentos y hasta en el de la imprenta, es uno de los tres colores básicos. El que nombra la vieja palabra árabe aljaba, el que se llama Rosa de México. Nombres iluminados de significados para nombrar, finalmente, los colores de la sangre, cuando, derramada, oxigenada contra natura, va oscureciendo, encendiendo y ennegreciendo su arcano azul, el que camina por las venas insuflando vida. Al torero, y al toro, que los dos pueden manchar de sangre, y la manchan, el albero.

Pero en esta exposición, los dos Muher han querido mostrarnos el rostro bello, sin concesiones al dramatismo ni al sentimentalismo. Estamos de celebración. Y el torero está en triunfo, y el toro está entero, y el capote revolea, como debe de ser. El fondo trágico, que nunca se niega –que se desvela en las formas, en los colores alegres y rojos, magenta y amarillo con apenas incursiones de azules que viran a verdes- está debajo, al fondo, detrás. Sin amargarnos la fiesta.

Se trata, de una celebración. Sincera. Bella. Vemos al público, a la afición, colorida y alegre. Vemos, cortada por una mirada afilada, selectiva y rabiosamente moderna, esos mantones de Manila, esas mantillas quizá un poco anacrónicas. Los Muher saben. Y no, no nos van a amargar la fiesta, y si, si estamos celebrando. Pero.

Se trata de pintura. De una pintura difícil. Sortear el tópico de un rito que se repite, de unas formas que se repiten, de unas imágenes que llevan casi trescientos años produciendo figuración, ya lo decía al principio, no es fácil. Es muy difícil. Hay que echarle valor.  Como para matar mihuras. Pues bien: Francisca y Manuel, Muher, se deberían llevar las orejas y el rabo. Y salir a hombros. Se lo merecen.

                                                   Santander, 13 de Agosto de 2013-