Los innumerables kilómetros de calzadas que Roma construyó a lo largo y ancho de todo su Imperio fueron el cauce a través del cual pudieron controlarlo militarmente, articular las intensísimas relaciones comerciales y, en definitiva, facilitar el no  menos importante ir y venir de viajeros.

A pesar de que en muchas ocasiones los romanos utilizaron caminos anteriores para construir sus vías (como ocurre muy probablemente en la Calzada de Yechar, construida sobre un camino anterior de época ibérica), las construcciones romanas fueron muy diferentes.

En primer lugar, eran de nueva planta; hasta entonces no habían sido más que tierra o apisonada  o sendas naturales. Tenían un diseño innovador, completamente lisas, planteadas para evacuar el agua y asegurar la estabilidad del firme  y diseñadas con el fin de mantener estructurado el territorio y agilizar las relaciones comerciales.

Adquieren, por tanto, una enorme importancia estratégica: las vías sirven para permitir la circulación de los ejércitos y su avituallamiento, así como  facilitar la puesta en explotación del territorio y el transporte de sus productos.

La gran experiencia y formación técnica de sus ingenieros permitió la creación de un gran entramado viario de miles de kilómetros que aún hoy en día sorprende por su eficacia, puesto que las localidades estaban conectadas por el trazado más corto posible  (hasta el punto que nuestras carreteras siguen prácticamente su mismo recorrido), por su durabilidad e incluso por su perfecta nivelación. Un ejemplo de este último hecho es que en el Norte de España se ha documentado tramos de vías que salvan puertos de montaña donde la pendiente rara vez supera el 4%.