En la Hispania visigoda pueden diferenciarse tres períodos. El primero abarca desde el año 418 al 476 d.C., durante el cual los visigodos se convierten en aliados federados del Imperio Romano. En el siguiente período (476-507 d.C.) dependen administrativamente del Reino de Tolosa formado en las Galias. En el tercer período (507-711 d.C.) los visigodos son expulsados hacia el Sur, y el centro político se desplaza a Toledo, donde permanece hasta la conquista musulmana. Es en este último período cuando se intensifica la asimilación étnica entre los visigodos y los hispanorromanos.

  La monarquía visigoda procurará ejercer el control del territorio enfrentándose a suevos, francos y bizantinos. Los visigodos trajeron a la Península Ibérica un período de estabilidad, especialmente a partir de Leovigildo, que pacificó el reino y derrotó a los vándalos. Este rey visigodo dividió la Península en provincias.

  El período hispanovisigodo, en general, se ha venido interpretando como una época oscura y de crisis económica y social. No obstante, la tendencia actual de los especialistas es reivindicar algunos logros obtenidos en esta época. Tuvieron una influencia fundamental en el derecho y en algunas costumbres. Otra aportación esencial fue la culminación con éxito del tránsito desde las religiones preexistentes, una mezcla de tradiciones íberas con formas romanas, hacia el cristianismo. La prueba más patente de esta transformación es el conocido Concilio de Elvira, cuyos cánones se han conservado hasta la actualidad. La fuerza de la iglesia cristiana representada por sus obispos se vio notablemente incrementada en esta época ante la ausencia de poderes de mayor peso específico.

  Desde la pax constantiniana, la asamblea conciliar tomó prestadas algunas características del Senado y de los Comicios romanos: el desarrollo de las sesiones, el voto por aclamación. La forma no impidió, sin embargo, que los Concilios, esencialmente, fueran reuniones de pastores que buscaban la voluntad del Padre. Las invasiones bárbaras y el fin del Imperio Romano en Occidente trajeron nuevos problemas religiosos en Hispania. Los nuevos señores visigodos eran cristianos pero arrianos (no reconocían la igualdad del Hijo con el Padre), tras unos primeros enfrentamientos con la Iglesia hispana (que era la mayoritaria entre la población de origen hispanorromano), los visigodos se convirtieron a la ortodoxia, como se certifica en el III Concilio de Toledo, del año 589, bajo el reinado de Recaredo.

  Se inicia entonces un nuevo periodo en la Hispania Visigoda, en el cual la Iglesia colabora activamente con la monarquía a través de los Concilios, en los que participan los obispos más notables de Hispania, entre ellos los de Begastri. Durante el tiempo que rigió la monarquía visigoda, la convocación de los Concilios (dieciséis en total) era prerrogativa prácticamente exclusiva del Rey. Los Concilios del reino visigodo se transformaron con el tiempo en una fuente importante del derecho eclesiástico, donde realizar consultas sobre aspectos litúrgicos, disciplinarios y de la praxis pastoral. Los cánones de un Concilio se resumían en el siguiente y así sucesivamente hasta que se llegaron a formar colecciones de cánones. Al menos desde el siglo VI después de Cristo el asentamiento de Begastri se convertiría en ciudad episcopal, sede de obispos de la diócesis de Begastri, que firman en todos los concilios de Toledo del siglo VII.

  Curia episcopal

  La presencia documentada de una sede episcopal en Begastri, probablemente, pueda ser retrotraída al siglo VI d. C. En esa centuria existen testimonios epigráficos que se refieren a un obispo de la iglesia begastrense. Durante el siglo VII, en el período comprendido entre los años 633 y 688, fue sede episcopal con toda seguridad, tal como demuestran las actas de los Concilios toledanos, y antes incluso si atendemos al Decreto de Gundemaro del año 610, documento donde aparece la firma del obispo Vincentius. La desarticulación de la administración municipal romana hizo que la Iglesia tomara algunas atribuciones civiles y se constituyera en un contrapeso entre los nobles y la monarquía hispanovisigoda.

  Los obispos de Hispania bajo la monarquía visigoda acaparan un poder considerable. Eran los administradores de los bienes de la Iglesia y tienen facultad para repartirlos entre los necesitados, a su cargo está el mantenimiento de las iglesias de la diócesis, cubriendo los gastos con la tercera parte de las rentas episcopales. También eran jueces de las cuestiones eclesiásticas y vigilantes de la administración pública, limitaban los impuestos para impedir abusos sobre el pueblo, erigiéndose en defensores del mismo. Para desarrollar las amplias funciones religiosas y administrativas en la diócesis surge la curia episcopal, que estaba compuesta por una nutrida nómina de diáconos, subdiáconos, lectores, ostiarios y sacerdotes. También residían en la ciudad otros representantes del poder civil (jueces, administradores, recaudadores) que, dadas las atribuciones políticas conferidas a los obispos en este período, en mayor o menor medida permanecían bajo su autoridad.

  El auge económico y social de una ciudad está vinculado con la existencia de una autoridad municipal y/o eclesiástica enérgica y un poder centralizador, que sea capaz de potenciar la propia urbe como fundamento del control fiscal del territorio que se encuentra bajo su tutela. Por su obligación de participar en los Concilios del Reino, la figura del obispo se convierte en parte integrante del supremo Consejo Real y, con ello, su autoridad política se sitúan al mismo nivel de la del conde de la ciudad. Por su cargo y función religiosa, su autoridad moral le convierte en personaje de primera magnitud en la vida, no sólo de la ciudad sino de todo el entorno.

  Su sede, la ciudad episcopal, se convierte en una especie de capital de provincia. El urbanismo de la ciudad visigoda poco a poco aflora con todo su esplendor. El urbanismo era organizado, toda la planta de la ciudad sería un entramado de calles que comunican los barrios residenciales con las principales puertas de la ciudad. En este período la superficie de la ciudad se incrementa y, previsiblemente, el número de habitantes; una amplia superficie (lo que se ha dado en llamar la ciudad media) fue protegida con una segunda línea de muralla. Como toda ciudad episcopal en Begastri, buena parte de los edificios públicos se dedicaban al servicio de la iglesia, las basílicas, el palacio episcopal, las escuelas y las parroquias. Por tanto, la ciudad episcopal en el contexto territorial se convierte en lo que hoy llamaríamos una ciudad de servicios. Todos los servicios administrativos se centralizaban en la ciudad episcopal y, por tanto, toda la población de la diócesis debía acudir a ella, lo que constituye una fuente de riqueza para sus habitantes.