La religión romana carecía de una doctrina dogmática concreta, consistía en pequeñas creencias transmitidas de generación en generación por los mayores y en el estricto cumplimiento de los ritos, las ceremonias y los actos de culto. Los romanos tenían una noción práctica de sus divinidades, y con el fin de que respondieran a todas las necesidades vitales se vieron en la necesidad de multiplicarlas.

  Los dioses paganos fueron venerados en tres estamentos: la sacra doméstica (familia), la sacra gentilicia (gentes) y la sacra pública (República). La religión presidía de tal modo la vida privada y pública de los romanos que el fiel se hallaba siempre inmerso en el ámbito de lo divino. Las fórmulas empleadas para comunicarse con la divinidad eran innumerables; se utilizaba la plegaria, el himno, la promesa o el voto, el sacrificio, la ofrenda, el banquete sagrado, las técnicas adivinatorias y los ritos de purificación, agradecimiento o expiación.

  Los romanos concebían la relación con sus dioses como un tratado bilateral, de su cumplimiento no se podía dudar, ya que Júpiter como guardián de los pactos jurados era el garante de la fides romana, una fidelidad a los compromisos que impregnaban el espíritu del hombre romano. Todas las acciones de los hombres se iniciaban y concluían en el nombre de dios, nada se emprendía sin consultar la voluntad de los dioses.

  La pietas o justicia con los dioses era la observancia escrupulosa de los ritos y de todo lo que les es debido o de su agrado, con el fin de predisponerlos a que les correspondan con lo que de ellos esperan.  La oración y el sacrificio eran dos componentes esenciales en las ceremonias de culto. En el ritual celebrado en el ámbito doméstico el sacrificio no era cruento, el pater familias ofrecía a sus dioses trigo, fruta y vino. No ocurría lo mismo en el culto público, donde sí era frecuente el sacrificio de animales mediante ceremonias que perduraron a lo largo de los siglos.

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